Outsiders: Welcome, Change

 VII

OUTSIDERS

WELCOME, CHANGE



Welcome    

        Onki xin     

                Benvinguts 

                                                    ¡No ser uno mismo,

                                                                    es perderlo todo...! 

                                                                                                             [Kierkegaard] 

                                                                                                                      OUTSIDERS        

       El enorme neón que daba entrada al grande y luminoso establecimiento, nos cegó los ojos y, seguramente la mente, es decir, la sesera. ¿Sería época de Navidad o, -como de costumbre- estarían de rebajas? Las de Enero, las de Febrero, las de Primavera, acaso por fin de temporada, por cambio o renovación de existencias y, por supuesto, por cierre de negocio. 

¿Por qué nos encontrábamos allí? Ahora sí. Ahora me habéis pillado. No tengo ni la más remota idea de cuando, cómo, ni por qué, habíamos aterrizado en este pueblo grande, húmedo y frío. Pudo ser el día anterior, aunque no creo, ya que de lo contrario, hubiéramos pernoctado en algún hotel, casa de un amigo, amiga o querida amiga... pero, no me consta. Así que, posiblemente, haríamos el viaje en el mismo día. Teniendo en cuenta que entonces se viajaba poco y mal, y el personal no poseía vehículo propio, y el transporte público era como el régimen, deprimente, es de suponer, que viajaríamos en mi coche particular. O, nos encontraríamos, casualmente, en este gran pueblo-ciudad que algunos, con retranca, cercanía y cariño, le denominan el botxo. 

Lo cierto es que estábamos allí, juntos, no revueltos y encantados de habernos conocido. ¿Sería un milagro de la Virgen de Begoña? (La Begoña, entonces, aún estaba virgen) 

- ¿Qué tal unos vermutes?, ordenó, más que preguntó, mon copain.

- ¡D’accord! Pero solamente un par de rondas, porque después me gustaría ir a restaurarnos a un local, algo tradicional, pero que sirven una comida vasca exquisita o, más concretamente, bizkaitarra-vízcaina

Nos habíamos conocido antes, años antes, aunque superficialmente.. 

Él, era un tipo pequeño, apretado, veloz, nervioso, atrevido, con unas ganas enormes de vivir y ser vivido. Al menos en aquellos primeros años de su adolescencia, donde para los catorce, estaba trabajando en un taller como maca-aprendiz. Rubio más que moreno, pispajo más que alelado, simpático más que retraído, y ameno más que sosangas. 

Por otro lado y todos los días, menos los domingos, y a la hora del vermut, una ingenua cuadrilla juvenil, de entre 16 y 18 años, se juntaba en el Bar Candanchú, sito en la pamplonesa calle Paulino Caballero, 18.

       Solían beber, vinos, bitters o, martinis on the rocks, siempre bien acompañados con sus correspondientes pintxos: Riñones empanados, con un exquisito queso fundido, servidos y pinchados con un mondadientes corriente y moliente, o palillo al uso, que les daba forma de croqueta ensartada, de elaboración reciente, con perfume y calientes.

Habitualmente, se solían juntar, entre cinco y siete amigos que, consumían esta delicia, y ocasionalmente, estaban acompañados de estupendas hijas de mamá, y no estrenadas hijas de papá.  ¡Riquísimas! Algunas estaban, y eran.

 Un día sí y al siguiente también, estando estos chicos en estos menesteres, del buen yantar y mejor beber, se fijaron en un chaval que pasaba, con su grasiento buzo, por delante de la cristalera del bar, observándoles con inusitado interés. 

Aconteció que, un hermoso mediodía del mes de junio de 1966, con la puerta que daba acceso a la calle abierta de par en par y a la hora de costumbre, el otrora maca de buzo y grasa, apareció hecho un pincel, y con una bonita y virginal voz, solicitó.  

- ¡Por favor! Un pintxo de riñones y un martini on the rocks

Volvieron la cabeza el cicerone y el singer, y mirándose mutuamente no pudieron evitar una sonrisa. Les estaba recordando a ellos mismos, tan sólo unos tres años antes. 

Se tomó su martini, con buscada parsimonia y una expresiva sonrisa al bies; disfrutó del pincho, mientras observaba descaradamente, las hermosas y largas piernas que dejaba al descubierto, un corto y floreado vestido que ajustaba el cuerpo, de la más joven de las Hnas.Oroz. ¡Espléndida! Nos miró de frente, y con una abierta y franca sonrisa dejó esta frase colgada en el aire... 

- Hasta pronto Condes. Nos volveremos a ver. ¡Os lo prometo

Una corta semana después, lo teníamos enfrente y debajo del escenario, (celebrando una de las primeras fiestas en el barrio de San Juan) y agarrándose al estribo delantero del estrado, gritó al cantante del grupo. 

- ¡Que bonitos zapatos castellanos llevas, bandido...! (sic) 

Apoyando sus dos manos sobre el escenario, se aupaba con fuerza, mientras nosotros, prácticamente, sólo veíamos una cara que aparecía y desaparecía; arriba-abajo, abajo-arriba. Cuando acabamos el concierto, se acercó al cicerone y al singer y... 

- Yo quería ser como vosotros. Siempre bien vestidos, alegres y divertidos; salir con las guapísimas chicas que alternáis; con dinero para gastar sin miedo y, un buen día, unos compañeros del taller, me comentan que erais un grupo de música moderna, conocidos por el nombre de Los Condes. ¡Aluciné! y pensé: “Yo quiero ser como ellos”.  Que lo sepáis. Ya me he metido en un conjunto.

- Entonces. ¿Te gusta la música? 

- Ni de coña. Lo que me gustan son las tías, las chicas. El tono Mayor o el Menor me la suda. Lo que me importa en que sean de las de en medio... Ni mayores ni menores. O sea, como las que andan con vosotros. ¡En su punto y a punto! 

Dejó el trabajo de aprendiz, y a partir de ahí probó de todos los oficios, como le pasó al protagonista de esta formidable canción de Canovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán. (1) 

“EL VIVIDOR” 

Así empecé a probar                        Durante un año fui

  de todos lo oficios                             parásito de una que

   llegando a detentar                           me dejó..., tremendo

        la capital del vicio.                             golpe, fue su ingratitud.

                                      

Así lo contaba nuestro protagonista, que anduvo de la ceca a la meca, sin oficio ni beneficio, aunque eso sí, siempre buscándose la vida y en ocasiones, encontrándola. Ahora nos vamos a ceñir a lo que ocurrió en la capital de Begoña. 

Primero buscamos -no fue fácil- el Café Restaurante Iruña, (2) (pensábamos hacer así, un guiño gastronómico y cultural, a nuestra ciudad nativa) donde degustar comida de la zona y, como en nuestra capital no tenemos mar, nos inclinamos por platos de pescado. Este es el menú que ¿astillamos...? 

Para las 15:00 PM, ya nos habíamos sentado en una coqueta mesa arrinconada, desde la que controlábamos las entradas y salidas de los clientes, y el ganado local, si lo hubiera. Entre los dos sumábamos 40 años exactos, así que... No comment! 

Mientras probábamos, un jugoso y brioso txakoli de Bakio, (3) siguiendo el consejo del camarero, y dando tiempo a que prepararan las viandas elegidas, nos agasajaron con una ración de exquisitas rabas y éstas... ¡sin coste alguno! Este fue el Menú.                                                                                                                                                                                   

MENÚ A LA VIZCAÍNA

 - Rabas de txipirón.

                  - Sopa de almejas a la vizcaína

                     - Patatas con bacalao desmigado

                                                 - Postre: Gatzatzua, (cuajada en euskara vizcaino)

                       Y para finalizar, la segunda botella de vino. Esta vez, un vino tinto de Laguardia,

                                  y un hermoso corte de Gazta (queso) de los pastores del Gorbea. 

Esto afirmaba un antiquísimo poeta latino: “Vinum laetificat cor hominis”, y siguiendo esta máxima hasta sus últimas consecuencias, y como la cultura nos encanta, las dos botellas de vino quedaron en pie, pero vacías de contenido, al contrario que nosotros, que salimos ahítos de vino, vacías las cabezas... y, uno de ellos, los bolsillos. 

Sin rumbo y sin brújula, -no existía el GPS- nos dejamos guiar por nuestro olfato, ya para entonces, bastante desnortado.

       Accedimos al enorme local comercial conocido por el Corte Inglés y, subiendo hasta la última planta a través de sus novísimas escaleras mecánicas, y después de una ojeada a la desangelada cafetería, -no había nadie- comenzamos el descenso del Cho oyo. (4) Planta a planta, stand a stand, mostrador a mostrador y chica a chica, sin dejar a una sola de incordiar y, como el vino no es el único elixir que alegra el corazón del hombre, mi compañero de fatigas, eligió y se apropió en la primera ocasión que tuvo, de una botella -le parecería algo más glamorosa que el vino- de whisky Dic. Así empezó nuestro lento descenso, que nos costó más del triple de tiempo, que el ascenso. 

Subimos por las escaleras mecánicas -entonces un gran avance técnico- y bajamos por las clásicas escaleras, escalón a escalón, tropezón a tropezón. 

El whisky fue el primer producto adquirido para quitar el frío de la calle, ya que en el interior de estos grandes almacenes, la calefacción funcionaba a todo trapo. No obstante y por si los resfriados, mon copain, se acercó a la primera guapa que divisó detrás de un mostrador, y le pidió una bufanda, se la anudo alrededor del cuello, y siguió su camino. 

A continuación, y tras pegarse un buen trago de whisky -recordad que llevaba la botella en la mano y bebía a morro- se dirigió hacia otro mostrador, y se enfundó una preciosa chaqueta de terciopelo negro -valdría un potosí- y siguió con sus traspiés y tropiezos, mientras tanto, este que suscribe, iba tapando sus agujeros, con una disculpa aquí, una sonrisa allá y un ¡perdonad, está un poco borracho! El seguía impertérrito de mostrador a chica y de chica a mostrador, no sin antes volver a aprovisionarse de otra botella de whisky, en esta ocasión Jhonny Walker, (Blue Label). Cuanto más descendía en altura, más subían de precio sus bebidas, el muy... (Adjetivos ad libitum) 

Se me acercó un responsable de planta y, amablemente, me sugirió que parase al autor de todos estas compras sin coste -no pagaba- o llamaban a la policía. En ese momento, lo perdimos de vista y supusimos que había descendido a la siguiente planta donde, efectivamente, se estaba probando un abrigo de piel chinchilla femenino, que le sentaba muy bien, -carísimo- y se largaba con el abrigo puesto del establecimiento. Estábamos ya, prácticamente, a pie de calle. 

Tuve que correr hasta alcanzarle, quitarle el chaquetón de piel, la chaqueta de terciopelo un par de calcetines, que portaba en cada bolsillo de la misma y, únicamente, le dejé la bufanda y la botella de whisky, porque en ese preciso momento se estaba echando un lamparillazo de abrigo. Esto es, para abrigarse, porque yo con todo el material sustraído en la mano, volvía a la puerta del Corte Inglés y, justo entonces, llegaban “los grises”. 

Aboné las dos botellas de whisky, más la bufanda y los dos pares de calcetines, y así conseguí que aquella noche, mon copain, no durmiera en la comisaría, no lo detuvieran y, en mi caso, aligeré -casi al completo- mis bolsillos y continuamos su juerga, no sin antes advertirle, que la cena iba por su cuenta. 

- ¡OK! Yo pago, pero eso sí, me tendrás que prestar dinero. Ya te lo devolveré

Nunca se enteró del lío que había armado. Nunca me devolvió el dinero prestado y, a pesar de ello, siempre le tuve un cariño especial. ¿Su nombre? Supongo que ya lo habéis adivinado. ¿Las dos botellas de wihsky? El continente se quedó entre los contenedores de basura del Corte Inglés, el contenido se lo llevó puesto (Leer más...)


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