Mods: Los Anakos

IV 

MODS 

LOS ANAKOS

                                               


  ¡DE PERROS CALLEJEROS
 A PERROS FALDEROS!                  
                                                    

  “El que vive para servir, no sirve para vivir”

    

       Estaba en su trabajo (sonando) la campana María, (1) marcando los cuartos de hora, cuando me expulsaron a este perro mundo desde el límpido y aseado limbo donde, entre etéreas y autóctonas aguas, cohabitaba a una con la María, que fue la primera, la más cercana y más mía (en mi caso, María Pilar) y en lugar de colocarme entre Pinto y Valdemoro, que era más castizo en castellano, lo hicieron entre Cáncer y Virgo, y así, entre col y col, nació este impresentable flor de un día, y un cardo todos los demás.

        La Gabriela, también de la familia campaneril, es compañera de María, y suele dar las horas aunque, justo aquel día, tenía peluquería y la estaban maquillando para las próximas fiestas. Después de haber pasado San Fermín, llegaron las de Santiago, donde tañen vigorosas y sudan los campaneros. Se cuelgan sábanas blancas y banderas (versus trapos) en los balcones, para los mirones. ¡Estas campanas nunca doblarán por mí!

 Cinco, seis años tendría, aquella tarde en la que bajo la sombra de un hermoso nogal, con tres mujeres sin bozal y yo sin rechistar, formalito y en silencio sepulcral, vegetaba sobre las faldas de la madre, hasta que una voz de barítono, bien timbrada, resonó por el espacio con varonil fuerza, y eso me sobresaltó.

   - ¡Tú, chaval! Tráeme de la tienda un paquete de tabaco.   

  - ¡Ahora mismo va! Contestó una de las faldas.

       Entré, con el paquete de tabaco Ideales, (2) y se lo entregué al mayor de los dos hermanos, que trabajaban en la carpintería de su propiedad, donde recomponían y  construían muebles por encargo a buen precio, y donde le solían regalar a mi madre y a otros vecinos, virutas y serrín, que reciclaban como combustible, para el fogón o para aquellas cocinas económicas de lejanos y cercanos tiempos.

 Alrededor de las cinco serían, de aquella tarde fugaz y soleada de primavera cuando...

 - Tú, mocoso. ¡Fuera de aquí! Estás estorbando, me espetó el más joven de los dos.

 No le hice ni caso y seguí a lo mío, que era clavetear una especie de estuche pequeño con cuatro tablas, que me había regalado el mayor y más sensible de estos carpinteros, por traerle el tabaco. Sin más palabras, me agarró el imbécil aquel, y me sacó en volandas del taller. Sin decir ni anjo, me situé enfrente de la carpintería, y me entretuve recogiendo piedras, de todos los colores y tamaños, amontonándolas bajo la sombra de otro nogal, el cual me daba sombra, protección, discreción y nueces y, allí mismo, recosté mi infantil espalda tranquilamente, sobre su fuerte y ancho tronco, a esperar...  

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