“El que vive para servir, no sirve para vivir”
Estaba
en su trabajo (sonando) la campana María, (1) marcando los cuartos de hora, cuando me expulsaron a este
perro mundo desde el límpido y aseado
limbo donde, entre etéreas y autóctonas aguas, cohabitaba a una con la María,
que fue la primera, la más cercana y más mía (en mi caso, María Pilar) y en
lugar de colocarme entre Pinto y Valdemoro,
que era más castizo en castellano, lo hicieron entre Cáncer y Virgo, y así, entre col y col, nació este impresentable flor
de un día, y un cardo todos los demás.
La Gabriela, también de la familia campaneril, es compañera de María, y suele dar las horas aunque, justo aquel día, tenía peluquería y la estaban maquillando para las próximas fiestas. Después de haber pasado San Fermín, llegaron las de Santiago, donde tañen vigorosas y sudan los campaneros. Se cuelgan sábanas blancas y banderas (versus trapos) en los balcones, para los mirones. ¡Estas campanas nunca doblarán por mí!
- ¡Tú, chaval! Tráeme de la tienda un paquete de tabaco.
Entré, con el paquete
de tabaco Ideales, (2) y se lo entregué al
mayor de los dos hermanos, que trabajaban en la carpintería de su propiedad,
donde recomponían y construían muebles por
encargo a buen precio, y donde le solían regalar a mi madre y a otros vecinos,
virutas y serrín, que reciclaban como combustible, para el fogón o para
aquellas cocinas económicas de lejanos y cercanos tiempos.
- Tú, mocoso. ¡Fuera de aquí! Estás estorbando, me espetó el más joven de los dos.
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